Los primeros datos del registro fósil sugieren que las primeras plantas terrestres datan de hace unos 400-450 ma, durante la transición del Ordovícico-Silúrico. Las primeras plantas en colonizar el ambiente terrestre se vieron inmediatamente expuestas a una serie de nuevos estreses que no tenían en el medio acuático: la exposición a la dañina radiación UV-B, la carencia de un soporte estructural, el estrés por desecación y ocasionalmente el ataque de herbívoros y patógenos coetáneos. Para luchar frente a estos nuevos estreses las primeras plantas terrestres desarrollaron una serie de rutas metabólicas, a menudo referidas al metabolismo secundario, entre las cuales el metabolismo fenilpropanoide tuvo un papel crucial pues permitió la acumulación de fenilpropanoides simples cuyo máximo de absorción se encuentra en la región del UV-B (280-320 nm).
A pesar de la adquisición de este metabolismo fenilpropanoide, su tamaño corporal permanecía reducido debido a la ausencia de un soporte mecánico. No fue hasta la adquisición de la habilidad de depositar lignina (compuesto de naturaleza fenilpropanoide) cuando las plantas comenzaron su dominio del ecosistema terrestre, permitiendo mantenerse erguidas, desarrollarse en la tercera dimensión y desarrollar un sistema vascular de transporte de agua y nutrientes que les permitió expandirse en tamaño. Pero no solo eso sino que las ligninas conferían a las primeras plantas terrestres un mecanismo de defensa frente a los patógenos y herbívoros que pronto co-evolucionarían con las plantas vasculares.
De esta forma la lignificación transformó la ruta fenilpropanoide en el mayor sumidero de carbono en las plantas, por detrás de la celulosa, llegando a suponer casi el 30% de la biomasa terrestre.
Las consecuencias de la lignificación se hicieron notar pronto pues el desarrollo de los primeros traqueófitos tanto en abundancia como en diversidad permitió el desarrollo de casi todas las formas de vida terrestres, desde los artrópodos, hasta los hongos y microorganismos. Además aceleró la formación del suelo mediante la mineralización de las rocas y la acumulación de materia orgánica. Debido a que la lignina es un compuesto difícil de degradar, esto supuso una acumulación de grandes cantidades de carbono con la consiguiente disminución del CO2 atmosférico y el incremento de los niveles de O2 durante la era del Paleozoico tardío. Estos cambios en la composición atmosférica propiciaron la evolución de los insectos voladores y la aparición de los megáfilos u hojas verdaderas de los árboles tal y como hoy las conocemos.
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