Me gustaría compartir un fragmento del libro de Isaac Asimov: Cien Preguntas Básicas sobre la Ciencia (Ediciones Tiempo, S.A, Madrid, 1991). Espero que no les importe a la Editorial, al fin y al cabo estoy haciendo publicidad gratuíta del libro, un uso divulgativo sin ánimo de lucro y fomentando la lectura.
¿Quién fue, en su opinión, el científico más grande que jamás existió?
Si la pregunta fuese “¿Quién fue el segundo científico más grande?” sería imposible contestar. Hay por lo menos una docena de hombres que, en mi opinión, podrán aspirar a esa segunda plaza. Entre ellos figurarían, por ejemplo, Albert Einstein, Ernest Rutherford, Niels Borh, Louis Pasteur, Charles Darwin, Galileo Galilei, J. Clerk Maxwell, Arquímedes y otros.
Incluso es muy probable que ni siquiera exista eso que hemos llamado segundo científico más grande. Las credenciales de tantas y tantos son tan buenas y la dificultad de distinguir niveles de mérito es tan grande, que al final quizá tendríamos que declarar un empate entre diez o doce.
Pero como la pregunta es “¿Quién es el más grande?”, no hay problema alguno. En mi opinión, la mayoría de los historiadores de la ciencia no dudarían en afirmar que Isaac Newton fue el talento científico más grande que jamás haya visto el mundo. Tenía sus faltas, viva el cielo: era un mal conferenciante, tenía algo de cobarde moral y de llorón autocompasivo y de vez en cuando era víctima de serias depresiones. Pero como científico no tenía igual.
Fundó las matemáicas superiores después de elaborar el cálculo. Fundó la óptica moderna mediante sus experimentos de descomponer la luz blanca en los colores del espectro. Fundó la física moderna al establecer las leyes del movimiento y deducir sus consecuencias. Fundó la astronomía moderna estableciendo la ley de la gravitación universal.
Cualquiera de estas cuatro hazañas habría bastado por sí sola para distinguirle como científico de importancia capital. Las cuatro juntas le colocan en primer lugar de modo incuestionable.
Pero no son sólo sus descubriemientos lo que hay que destacar en la figura de Newton. Más importante aún fue su manera de presentarlos.
Los antiguos griegos habían reunido una cantidad ingente de pensamiento científico y filosófico. Los nombres de Platón, Aristóteles, Euclides, Arquímedes y Ptolomeo habían descollado durante dos mil años como gigantes sobre las generaciones siguientes. Los grandes pensadores árabes y europeos echaron mano de los griegos y apenas osaron exponer una idea propia sin refrendarla con alguna referencia a los antiguos. Aristóteles, en particular, fue “el maestro de aquellos que saben”.
Durante los siglos XVI y XVII, una serie de experimentadores, como Galileo y Robert Boyle, demostraron que los antiguos griegos no siempe dieron con la respuesta correcta. Galileo, por ejemplo, tiró abajo las ideas de Aristóteles acerca de la física, efectuando el trabajo que Newton resumió más tarde en sus tres leyes del movimiento. No obstante, los intelectuales europeos siguieron sin atreverse a romper con los durante tanto tiempo idolatrados griegos.
Luego, en 1687, publicó Newton sus Principia Mathematica, en latín (el libro científico más grande jamás escrito, según la mayoría de los científicos). Allí resentó sus leyes del moviento, su teoría de la gravitación y muchas otras cosas, utilizando las matemáticas en el estilo estrictamente griego y organizando todo de manera impecablemente elegante. Quienes leyeron el libro tuvieron que admitir que al fin se hallaban ante una mente igual o superior a cualquiera de las de la Antigüedad, y que la visión del mundo que presentaba era hermosa, completa e infinitamente superior en racionalidad e inevitabilidad a todo lo que contenían los libros griegos.
Ese hombre y ese libro destruyeron la influencia paralizante de los antiguos y rompieron para siempre el complejo de inferioridad intelectual del hombre moderno.
Tras la muerte de Newton, Alexander Pope lo resumió todo en dos líneas:
“La naturaleza y sus leyes permanecían ocultas en la noche. Dijo Dios: ¡Sea Newton! Y todo fue luz”.